sábado, mayo 23, 2009

Nombre

¿Cuál es mi nombre? ¿Éste, con el que todos me conocen? ¿Por qué, entonces, lo siento tan ajeno? Hay otro, debe haberlo, escondido donde yace también el rostro verdadero, subterráneo, incógnito, oculto igual que él. Tal vez algún día alguien reconozca esos, mis secretos rasgos. Tal vez en alguna mirada pueda verlos, en el momento exacto en que otra voz me llame, con las palabras sin mentiras del amor.

Máscaras

¡Carnaval, carnaval! Al grito todos nos colocamos las máscaras, nadie ha de ver la propia, como siempre sucede. Esta vez, es fácil adivinar el rostro ajeno tras los antifaces, tras los simulacros. Reímos, captando de inmediato el ridículo que no nos pertenece, ilusionados con la idea de que en el reparto el azar nos deparó una suerte más digna. Pero el azar no tiene esas delicadezas y es muy probable que la nuestra sea la más grotesca. Alguien pide auxilio, la máscara la asfixia, impávida en su muerta blancura. Antes de que logre su cometido la arrancamos, dejando el rostro desnudo que, de inmediato, reclama el cobijo de otra. Algunas se resisten a favorecer ocultamientos, pero al cabo resulta inevitable hallar la que mejor se ajusta a cada uno. Llega la hora de las palabras. Cada quien las caza como a oscuras liebres en un bosque aún más oscuro y se enmascara, revelándolas. Curvas y líneas se suceden, diciendo, no diciendo, mostrando, no mostrando. Punto final. Es el momento de descubrirse. No es posible partir con ellas, no hay negativa que valga. Lo intento. Imposible. La máscara se funde a mi rostro, ya olvidado, lo reemplaza. Deberé ir por el mundo con esta faz que ignoro y evitar todo espejo que señale su falsedad - o acaso su verdad -, ambas igualmente irremediables.

viernes, mayo 01, 2009

Ceguera

Del tipo emanaba negrura, rota solo por estrías de un rojo sanguinolento, que delataban o anunciaban al criminal. Extrañada, descubrió que solo podía percibir eso, como si estuviera ciega para el mañana. Inquieta se preguntó si podría darle al cliente una lectura tan temible y, a la vez, tan incompleta. Y, sobre todo, si era prudente realizarla. Pero callar implicaba perder esos pocos pesos que, por cierto, ni en el mejor de los días alcanzaban para nada. Además, el de hoy había sido francamente malo. Porque ya nadie creía en adivinas, en milagros, en premoniciones. Ni siquiera los adolescentes, que pasaban por su tienda igual que por el Tren Fantasma o la Montaña Rusa, y que no tomaban en serio ni sus propias vidas. Arrancándola de sus pensamientos, él extendió la mano exigente. La adivina decidió mentir, inventarle otro destino. Pero él ya había decidido el suyo. Y en el preciso momento en que el puñal se enterró en su cuerpo, ella supo por qué, esa vez, no había podido ver el futuro. Imagen: La tiradora de cartas (Gabriel Rossetti)

Ambiciones que matan

Los otros, que hagan lo que quieran, que se conformen con cualquier papelucho miserable. Pero así no van a salir nunca adelante. Yo...aspiro a mucho más que un renglón en una página perdida, un párrafo al azar, un capítulo prescindible. ¡Nada de eso! ¿Yo? ¡Yo quiero el protagónico! Pero las oportunidades hay que fabricárselas, no vienen en bandeja. Así que ya tengo todo bien planeado. No en vano he padecido tantas muertes, tantas desapariciones... Además, cualquiera sabe que un personaje puede llegar a ser tan fatal para el escritor como la mirada de Medusa. La próxima vez que éste, que se las da de Dios, se siente frente al teclado o agarre la lapicera, no le voy a dar tiempo a nada. Y una vez que me encargue de él, ¡otra será la historia!